domingo, 15 de diciembre de 2013

Cuando los románticos se convirtieron en cínicos

El cínico nace dos veces.
El primero es el natural, el que da comienzo a la vida. No se diferencia mucho del resto de nacimientos: lágrimas, alegría, flores y cansancio. Mucho cansancio. Pero el segundo nacimiento es diferente, es el que verdaderamente marca y da comienzo a una segunda vida. Es el nacimiento de un cínico. Porque uno no se convierte en cínico y pasa por una serie de diferentes fases. No. En un determinado día uno sabe que acaba de nacer de nuevo y es cínico. No hace falta que sea por la mañana, puedes nacer como cínico a cualquier hora del día. La cuestión es que lo sabes y lo notas. Las palabras saben distintas, como más agrias, más pesadas

domingo, 17 de noviembre de 2013

El vaso frío

Recuerdo que me gustaban los sonidos, la sensación de no estar sola, de que si gritaba, alguien me escucharía. Mis plegarias no serían en vano y pondrían sus manos encima de mi frente, consintiendo con sus sonrisas que les cogiera de la mano.

El sofá verde. El sofá suavecito. La televisión estaba puesta de fondo, ella sentada, él trabajando, yo tumbada dando cabezazos en un lugar vedado cuando alcanzas una edad. Tocaba con mis dedos la más pura tranquilidad: la de saberse seguro y querido. Supongo que por ello no me costaba cerrar los ojos, hacerme un pequeño revoltijo y dormir. Dormir poco, pero sin taparse para ahuyentar a los monstruos.

Pero hay que recomponerse y enfrentar la realidad. Respirar hondo, enfocar y visualizar que el tiempo es pasajero. No recordarlo sería una calamidad. Ella se levanta de su silla, camina, recoge unas ropas especiales. Unas ropas hechas para dormir, dicen. Si te las pones dormirás antes y cumplirás el rito. Si te las pones, sabrán que estás a punto de morir. Morir ante la sociedad durante unas horas. Es en sí un acto de fe. Sin ellas no te permiten desconectar, mucho menos soñar. Te dan un uniforme de guerra para la patrulla peor vista. Soñadores que soñaron que sus sueños serían libres.

Mi traje especial fue traído desde el más acá y fui formalmente vestida con él. Yo convaleciente, cabeceando, sabedora de que no era un buen momento, de que quería batallar con mis propias normas y no pertenecer a un gran ejército de valerosos soñadores soñando para un bien común. Sin embargo, no podía hacer nada. Ya se habían hecho con mi mente, ahora lo harían con mi cuerpo. Es más, lo hicieron con las peores intenciones y eligiendo con sumo cuidado el veneno que haría de mí un blanco fácil. Me lo pusieron en las manos y me dijeron: “bebe“.

Un vaso con leche. Un vaso con leche caliente.

Poco más puedo recordar. Los dibujos de aquel vaso, lo bien que me sentía después de habérmelo tomado, lo calentito que era aquel traje espacial hecho de sueños ya determinados, la mano caliente guiándome hasta mi batalla. Finalmente con las mantas arropando mi cuerpo, volví a cerrar los ojos.

Hay algo que no supe en ese momento y, sin embargo, sé ahora. Es que las batallas son largas, tan largas que los sueños se acaban desvaneciendo; que lo que antes era un vaso de leche caliente, ahora solo es un vaso frío que queda tirado en alguna mesa a medianoche; y que, a veces, me gustaría volver a esas pequeñas batallas. La guerra está durando mucho y ni tengo ningún traje especial ni un buen vaso de leche caliente.

miércoles, 9 de octubre de 2013

La desesperación de la razón

Nunca he creído en el destino. No creo en que los caminos estén ya dibujados y que desde el momento en el que naces, tu vida ya está definida. No creo en que todo acto tenga un por qué. No creo en el “si ha pasado, será por algo” que me dice mi madre cada vez que me quejo.

Porque si la vida ya está definida, ¿para qué vivir? Si un ser superior (un Dios o no) ya ha escrito nuestro final, ¿de qué valdría intentar cualquiera otra opción con todas nuestras fuerzas? Y si intentáramos romper con ese destino predeterminado, ¿estaríamos creando una hecatombe o realmente nuestro destino era intentar romper el destino?

Yo creo en el efecto mariposa. Creo que cada pequeño acto que hacemos tiene repercusión. Quizás ahora o mucho más tarde, pero la tiene. Que el futuro se forma de pequeños actos, pero eso no quiere decir que todos sean predestinados o que apunten a una dirección. No es 1+1=2. No es dos actos que siempre vamos a saber que van a dar el mismo resultado, el mismo destino. Si no que estamos compuestos de millones de variables que dependiendo de como juguemos con ellas pueden dar diferentes resultados. O incluso diferentes variables pueden dar el mismo resultado.

La cuestión es que en ningún momento sabemos que nos estamos perdiendo al cruzar una calle y no cruzar la otra; al comprar en una panadería o no comprar en otra; a coger el metro de y cinco en vez de coger el metro de y diez. Nuestra vida la conforman pequeñas decisiones y, en el momento que son tomadas, no hay vuelta atrás.

Pero, a veces, hasta yo, me encuentro con la desesperación de la razón. Sé que el destino no existe, que detrás de un suceso no hay ningún por qué. Sin embargo, hay días que lo deseo. Hay días que deseo que coger ese autobús solitario, con el sol dándome en los ojos, yendo a un lugar que no quiero, a actuar de una forma determinada y a aprender unos conocimientos que no deseo, tenga un significado. Que alguien me diga que este acto es así porque tiene que ser así. Porque en un futuro esto hará que sea feliz, que toda la amargura que llevo conmigo en estos momentos se convertirá en miles de amapolas que rodeen una casa caldeada al sol de mediodía.

A veces quiero sentirme segura de que esto tendrá un final. Feliz o infeliz. Me da igual. Podría sobreponerme, podría aceptarlo, podría llevar mi carga o desear que ese día llegara. Sin embargo aquí estoy, embargada por la incertidumbre, por la desesperación de la razón.