domingo, 17 de noviembre de 2013

El vaso frío

Recuerdo que me gustaban los sonidos, la sensación de no estar sola, de que si gritaba, alguien me escucharía. Mis plegarias no serían en vano y pondrían sus manos encima de mi frente, consintiendo con sus sonrisas que les cogiera de la mano.

El sofá verde. El sofá suavecito. La televisión estaba puesta de fondo, ella sentada, él trabajando, yo tumbada dando cabezazos en un lugar vedado cuando alcanzas una edad. Tocaba con mis dedos la más pura tranquilidad: la de saberse seguro y querido. Supongo que por ello no me costaba cerrar los ojos, hacerme un pequeño revoltijo y dormir. Dormir poco, pero sin taparse para ahuyentar a los monstruos.

Pero hay que recomponerse y enfrentar la realidad. Respirar hondo, enfocar y visualizar que el tiempo es pasajero. No recordarlo sería una calamidad. Ella se levanta de su silla, camina, recoge unas ropas especiales. Unas ropas hechas para dormir, dicen. Si te las pones dormirás antes y cumplirás el rito. Si te las pones, sabrán que estás a punto de morir. Morir ante la sociedad durante unas horas. Es en sí un acto de fe. Sin ellas no te permiten desconectar, mucho menos soñar. Te dan un uniforme de guerra para la patrulla peor vista. Soñadores que soñaron que sus sueños serían libres.

Mi traje especial fue traído desde el más acá y fui formalmente vestida con él. Yo convaleciente, cabeceando, sabedora de que no era un buen momento, de que quería batallar con mis propias normas y no pertenecer a un gran ejército de valerosos soñadores soñando para un bien común. Sin embargo, no podía hacer nada. Ya se habían hecho con mi mente, ahora lo harían con mi cuerpo. Es más, lo hicieron con las peores intenciones y eligiendo con sumo cuidado el veneno que haría de mí un blanco fácil. Me lo pusieron en las manos y me dijeron: “bebe“.

Un vaso con leche. Un vaso con leche caliente.

Poco más puedo recordar. Los dibujos de aquel vaso, lo bien que me sentía después de habérmelo tomado, lo calentito que era aquel traje espacial hecho de sueños ya determinados, la mano caliente guiándome hasta mi batalla. Finalmente con las mantas arropando mi cuerpo, volví a cerrar los ojos.

Hay algo que no supe en ese momento y, sin embargo, sé ahora. Es que las batallas son largas, tan largas que los sueños se acaban desvaneciendo; que lo que antes era un vaso de leche caliente, ahora solo es un vaso frío que queda tirado en alguna mesa a medianoche; y que, a veces, me gustaría volver a esas pequeñas batallas. La guerra está durando mucho y ni tengo ningún traje especial ni un buen vaso de leche caliente.